Desde el estallido de la crisis-estafa en 2008, la clase trabajadora no ha hecho más que soportar el coste de la misma y esto ha derivado en un terrible problema de pobreza y desigualdad hasta convertir al estado español en una de las economías con mayores índices de pobreza y desigualdad de toda Europa. Trabajadores y trabajadoras pobres, malnutrición infantil, desahucios y pobreza energética han sido algunas de los síntomas de una situación estructural y permanente, que se ha caracterizado por una constante desregulación del mercado de trabajo, impulsada por dos reformas laborales que han dejado muchos derechos en la cuneta, y que han dado lugar a un proceso de ajuste estructural continuo y a la institucionalización de la precariedad de nuestros empleos y nuestra vida personal.
La crisis del Covid-19, a su vez, ha supuesto una vuelta de tuerca a la anterior situación. Los datos de junio ponen sobre la mesa una realidad alarmante: 3.748.009 prestaciones por ERTE (98,5% de las solicitudes recibidas), de los cuales no sabemos qué parte pueden traducirse posteriormente en más despidos una vez finalizado el plazo estipulado.
Es en este contexto donde se encuadra la promulgación del Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo, por el que se establece el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Si bien es una medida que, según se ha indicado desde el gobierno, pretende que “esta crisis no la paguen los de siempre”, llama la atención el complejo entramado de requisitos, en algunos casos difícilmente acreditables, para acceder a las ayudas.
A modo de ejemplo, se establece que no podrán beneficiarse aquellas personas usuarias de otras prestaciones residenciales, sociales, sanitarias o sociosanitarias con carácter permanente o financiada con fondos públicos. Sin embargo, a la vez se exige a las personas demandantes para acceder al Ingreso Mínimo Vital (IMV): “haber solicitado obligatoriamente todas las pensiones y prestaciones vigentes a las que tengan derecho, incluidas las del derecho alimentario”. O con respecto al grave problema del paro juvenil, por citar otro ejemplo, se establece como requisito indispensable vivir de forma independiente como mínimo con tres años antes de solicitar la ayuda. Los parados y paradas de larga duración, asimismo, encontrarán serias dificultades para acceder a dicho IMV, así como las personas migrantes en situación irregular, las solicitantes de asilo o las personas sin hogar, sin techo, para quienes resultará imposible justificar esa unidad de convivencia de, al menos, tres años de antigüedad.
Es decir, el número de personas destinatarias finales de este Ingreso Mínimo Vital (IMV) será muy inferior al de las personas que realmente lo necesitan, y aunque se estima que el número final de receptores potenciales será de 2,3 millones de personas, un análisis pormenorizado de los requisitos de obligado cumplimiento apuntan a que dicho número será sustancialmente inferior.
Desde la CGT estimamos que este Ingreso Mínimo Vital tiene mayor voluntad cosmética que real, y no cumple uno de los objetivos fundamentales que ha de perseguir cualquier renta mínima: dar capacidad real de negociación a la clase trabajadora frente a un mercado laboral cada vez más precarizado. Más bien al contrario, este Ingreso Mínimo Vital tiene el peligro de atornillar aún más la institucionalización de la precariedad, sufragando con medios públicos unos recursos que ya no aportarán las empresas por la vía de un salario digno y de unos impuestos que, a su vez, continuarán recayendo sobre las rentas más bajas.
Se ha estimado que el coste anual de este ingreso ascienda a 3.000 millones de euros, lo que supone el 2% del presupuesto de la Seguridad Social 2019, un 0,81% del total de los Presupuestos Consolidados de 2019, o si lo ponemos en relación al pago de la deuda pública, representa el 10% del pago de intereses de la deuda. Son números que se asemejan más a una medida caritativa y paternalista –teniendo en cuenta la gravedad del problema de pobreza estructural que venimos arrastrando– que a una medida que verdaderamente suponga un cambio de paradigma.
Por todo ello, desde la CGT seguimos apostando por una Renta Básica de las Iguales (REBis): es el derecho que tiene cada ciudadano y cada ciudadana, por el hecho de nacer, a percibir una cantidad periódica para cubrir sus necesidades materiales y, por tanto, un verdadero instrumento de transformación social, así como en un mecanismo que garantiza la redistribución de la renta. Al contrario que el Ingreso Mínimo Vital (IMV), la REBis ha de ser individual (no familiar); universal (no contributiva y para todos); incondicional (independiente del nivel de ingresos y del mercado de trabajo), y su cuantía ha de ser por lo menos igual al umbral de pobreza y recibir cada persona la misma cantidad. Además, la REBis es compatible con otro tipo de ingresos.